Entre los siglos VII y I a.C., en el
Levante de la Península se desarrolla una cultura dinámica y de
rasgos muy originales: la ibérica, resultado de una convergencia
entre la evolución interna de las sociedades indígenas de finales
de la Edad del Bronce y las aportaciones realizadas por los pueblos
del Mediterráneo oriental y central: fenicios, púnico-
cartagineses, griegos y etruscos.
Estas sociedades crearon una red de
intercambios regulares e intensos en todo el Mediterráneo que
aceleró el desarrollo indígena, especialmente a partir del siglo V
a.C. Esta influencia generó la aparición de elementos tan
importantes como la escritura, la generalización del uso del hierro
y la introducción de la moneda.
De esta manera, esta cultura se dejó
sentir en las manifestaciones artísticas: la estatuaria, los objetos
de ornamentación personal o en la decoración pintada de los vasos
cerámicos.
Conjunto de cerámicas ibéricas. |
En cuanto a la sociedad ibérica, la
ausencia de fuentes literarias hace que la arqueología sea el único
mecanismo para conocer la sociedad ibérica, aunque sea de forma
limitada e indirecta, mediante el análisis de los rituales de
enterramiento, el arte, el armamento o el hábitar.
Las comunidades indígenas eran
controladas por una aristocracia que apoyaba su poder en su función
guerrera, en el control de las tierras cultivadas y los intercambios.
Los aristócratas se rodeaban de un grupo selecto de guerreros, que
mantenían una relación de clientela personal.
Conjunto de armas perteneciente a un ajuar funerario ibérico. |
Otros grupos eran los artesanos
especializados (ceramistas, orfebres, escultores, etc) que trabajaban
al servicio de las elites dominantes o los comerciantes.
En la parte más baja de la pirámide
existían los grupos de hombres libres o dependientes que cultivaban
la tierra, se encargaban del ganado o trabajaban en las canteras. El
funcionamiento de la vida comunitaria se basaba en las relaciones de
parentesco, a partir de grupos familiares extendidos.
En cuanto a las poblaciones, se
agrupaban en poblados fortificados (oppidum), núcleos poblacionales
ubicados en lugares elevados facilmente defendibles, y desde los que
se controlaba el territorio circundante (cercanos a las principales
vías naturales de comunicación). Funcionaban como centros donde se
desarrollaban actividades económicas, políticas y sociales, y como
lugar de residencia de la aristocracia local.
Además de estas ''oppidas'' existían
otros poblados de menos envergadura, sin fortificar y dedicados a la
explotación agropecuaria.
El urbanismo de estos asentamientos era
complejo, agrupándose en manzanas que definían la red de calles.
Las viviendas, de planta cuadrada o rectangular y diferentes tamaños,
se orgnizaban en torno a una estancia, con un hogar central y
despensa. En ocasiones se adosaban a los lienzos de muralla. Su
construcción combinaba la piedra con el tapial, y las cubiertas se
elaboraban con entramados de ramas y barro.
Recreación de hogar ibérico |
A partir del último tercio del siglo
III a.C., los cartagineses intentan asegurarse el control directo,
por conquista, de los recursos mineros de la región. Este hecho
iniciaría el proceso de transformación del mundo ibérico que
culminaría con el dominio romano de la península.
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