jueves, 22 de enero de 2015

CULTURA IBÉRICA

Entre los siglos VII y I a.C., en el Levante de la Península se desarrolla una cultura dinámica y de rasgos muy originales: la ibérica, resultado de una convergencia entre la evolución interna de las sociedades indígenas de finales de la Edad del Bronce y las aportaciones realizadas por los pueblos del Mediterráneo oriental y central: fenicios, púnico- cartagineses, griegos y etruscos.

Estas sociedades crearon una red de intercambios regulares e intensos en todo el Mediterráneo que aceleró el desarrollo indígena, especialmente a partir del siglo V a.C. Esta influencia generó la aparición de elementos tan importantes como la escritura, la generalización del uso del hierro y la introducción de la moneda.

De esta manera, esta cultura se dejó sentir en las manifestaciones artísticas: la estatuaria, los objetos de ornamentación personal o en la decoración pintada de los vasos cerámicos.

Conjunto de cerámicas ibéricas.

En cuanto a la sociedad ibérica, la ausencia de fuentes literarias hace que la arqueología sea el único mecanismo para conocer la sociedad ibérica, aunque sea de forma limitada e indirecta, mediante el análisis de los rituales de enterramiento, el arte, el armamento o el hábitar.

Las comunidades indígenas eran controladas por una aristocracia que apoyaba su poder en su función guerrera, en el control de las tierras cultivadas y los intercambios. Los aristócratas se rodeaban de un grupo selecto de guerreros, que mantenían una relación de clientela personal.

Conjunto de armas perteneciente a un ajuar funerario ibérico.

Otros grupos eran los artesanos especializados (ceramistas, orfebres, escultores, etc) que trabajaban al servicio de las elites dominantes o los comerciantes.

En la parte más baja de la pirámide existían los grupos de hombres libres o dependientes que cultivaban la tierra, se encargaban del ganado o trabajaban en las canteras. El funcionamiento de la vida comunitaria se basaba en las relaciones de parentesco, a partir de grupos familiares extendidos.

En cuanto a las poblaciones, se agrupaban en poblados fortificados (oppidum), núcleos poblacionales ubicados en lugares elevados facilmente defendibles, y desde los que se controlaba el territorio circundante (cercanos a las principales vías naturales de comunicación). Funcionaban como centros donde se desarrollaban actividades económicas, políticas y sociales, y como lugar de residencia de la aristocracia local.

Además de estas ''oppidas'' existían otros poblados de menos envergadura, sin fortificar y dedicados a la explotación agropecuaria.

El urbanismo de estos asentamientos era complejo, agrupándose en manzanas que definían la red de calles. Las viviendas, de planta cuadrada o rectangular y diferentes tamaños, se orgnizaban en torno a una estancia, con un hogar central y despensa. En ocasiones se adosaban a los lienzos de muralla. Su construcción combinaba la piedra con el tapial, y las cubiertas se elaboraban con entramados de ramas y barro.

Recreación de hogar ibérico

A partir del último tercio del siglo III a.C., los cartagineses intentan asegurarse el control directo, por conquista, de los recursos mineros de la región. Este hecho iniciaría el proceso de transformación del mundo ibérico que culminaría con el dominio romano de la península.

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